Takeshi





Llevaba corbata, una corbata negra que se enredaba con sus negros cabellos entre la maraña de caos que sus gemidos despertaban. El aliento putrefacto del callejón se unía a su dolor en los charcos donde yacía escrita su muerte, donde sus rodillas le retenían en la tierra y la fuerza de su borrosa figura añoraba hacerle descender. Rabia que no era suya le sacudía el cuerpo, asomándole a un abismo que sus ojos jamás habían saboreado.

Alertaba en mí impulsos que habían dejado de herir mis muñecas y se habían alojado en mi pecho, donde siempre dolía. Donde seguía doliendo.

- El juego es conmigo, hijos de puta.

Hablaba y era casi imposible lo desafinada que mi voz resonaba a lo largo del estrecho pasillo de humedad y sangre. Las estentóreas risas que me siguieron destapaban sombras en los mortecinos rincones de aquella tortura que encadenaba mi cuerpo a una silla y doblegaba a una mente que nada lograba comprender.

Cuando cayeron sobre mí las miradas, con el miedo de aquellos ojos inciertos que golpearon el suelo con un ruido sordo, el sadismo de sus puños volvió a alcanzarme. El mundo daba vueltas alrededor de la realidad que había construido hacía demasiados años entre llantos ajenos y lágrimas más dolorosas que la muerte, siendo la última sentencia. Sólo unos ojos oscuros seguían fijos en mí cuando mis manos fueron de nuevo libres. Mi alma seguía presa tan lejos de mí como mis siete pecados lo estaban.

- Seven – con aquel acento inglés vino el rostro de lágrimas cansadas a mi mente, entre recuerdos susurrados en mí oído de un pasado que apenas podía rozar con las yemas de mis dedos -. Si no puedes llevar a esa puta hasta el jefe, ya sabes lo que tienes que hacer, preciosa.

Los peones se alejaron dejando solo al cuerpo que tiritaba y gemía entre charcos de su propia sangre, frío, a mi alcance. Sabía cómo terminaría su historia antes de empezar a escribirla, pero ni siquiera ese conocimiento hacía más sencillo el futuro que desde que había aparecido en el callejón se me había ordenado escribirle.

Tambaleante, mi cuerpo cayó de rodillas junto al suyo. Cubiertos de fina niebla, mis ojos se negaban a mostrarme su rostro.

- Eh – murmuré, mientras mis manos tanteaban sus arrugados bolsillos, descargando pequeños latigazos de dolor en su pecho que se trasladaban a sus tensas facciones -, ¿cuál es tu nombre?

- TakTakeshi – rugió levemente su voz, quebrada con dura aspereza.

Marqué un número en su teléfono móvil y esperé. El sonido que escucharía al otro lado dolería incluso más que la sangre que corría por nuestra piel desnuda ante el frío invernal. Siempre dolía más y más profundo.

- ¿No quiere decir guerrero tu mierda de nombre en ese idioma tuyo? – reí y él intentó imitarme, expulsando otro latido de vida entre su roja dentadura -. Pues, Takeshi, de aquí no se puede salir.

El miedo en sus ojos creció, transformándose en un incrédulo deseo de libertad que ya nunca volví a ver en su rostro. Ahora, entre químicos a los que prefería no poner nombres, buscaba su propio camino el chico sin sonrisa al que aquel negro día di la bienvenida a nuestro agujero infecto que no merecía el nombre de Infierno.